23 oct 2009

EDICION Nº 14 - 2007

La siesta

Era una calurosa tarde de primavera, cuando me encontraba recostada bajo el Níspero, mientras me dormitaba, escuchaba el largo bostezo de la siesta que se recostaba en el verde jardín.
Se sentía el croar de alguna rana que, seguramente, buscaba algún sitio tranquilo o agüita fresca para darse un baño; también el incansable arrullo de las palomas que tenían su nido, en el balcón de la casa.
En cambio las flores del jardín, se despojaban de sus trajes coloridos para descansar y, misteriosamente sus perfumes se elevaban aromando al aire tibio.
En otro lado del jardín, los grillos se adormecían bajo la sombra de las violetas, y la siesta…., seguía su curso.
La siesta era larga, los perros recostados y acalorados me miraban pidiéndome ¡vaya a saber que cosa! A lo lejos, el fino gorjear de los pájaros que se hamacaban en el rosal, despertaban a los pimpollos; los gorriones -en cambio-, esperaban ansiosos con sus picos hambrientos, al atardecer.
Se alcanzaba a ver algunos nidos vacíos, seguramente de algunos que se fueron del árbol por añoso, a buscar otros más jóvenes y fuertes capaz de sostenerlos. La higuera, quieta, parecía acalorada, es por eso que se abanicaba con su abanico hecho de plumas, de algunas catas intrépidas que interrumpieron con sus aleteos, su sueño. Los pinos –en cambio-, erguidos y altos, observaban el paisaje, haciendo rosarios de piñas para adornarse. El manzano muy serio, especulaba, cuidando la entrada al jardín.
Mas allá, el membrillo dormía placidamente, entretanto los niños endulzaban sus labios con sus frutos. El sol apretaba fuertemente y con sus rayos abrazaba la siesta. De la montaña venia un ruido, era del arroyo que caía lentamente, abriéndose en paragüitas de cristal sobre las piedras.
Recostada en la reposera vieja del jardín, pude comprender al silencio de la siesta, mientras la enredadera me observaba preguntándome con sus florecillas abiertas en forma de campanitas, tintineándome al oído, si podría seguir envolviendo con sus brazos largos a la columna de la galería, que sola soñaba, dejando entrar, al cálido aliento de la siesta.
Los aromas de los frutos y las flores se entremezclaban, formando una acuarela en el cristal del aire.
Por su lado las nubes, le hacían sombra al rincón de los malvones, donde las mariposas giraban como un trompo y la pequeña abeja con su zumbido, adormecía mi sueño y, entre todos me tarareaban una canción de cuna, mientras mis pies se dormían, como un ramo de rosas.
Es la siesta… y habrá muchas más, hasta que dure el maravilloso encanto de la naturaleza.